Isis llegó como un regalo. De una raza poco común en Medellín, su apariencia fue motivo de opiniones divididas. En mi caso fue amor a primera vista. Desde que la conocí me dio la impresión de que era la gata mas gata de todas las gatas. Era la viva representación de la felinidad.
No, no era mía.. o mas bien, yo no era su humana. Pero yo moría de amor al verla y amenazaba con robármela al primer descuido de sus humanos. Por supuesto, era puro cuento. ¡Ella era tan feliz entre sus súbditos bípedos!. Además tenía en su corte a varios gatos y perros.
Muchos la llamaron fea. Preguntaban cosas como ¿Y si se va a curar la gatica? ¿Que le pasó? ¿Pero le vuelve a crecer el pelo?. De cariño la llamábamos "lo que quedó del incendio". Era una gata Cornish Rex y por eso tenía el pelo rizado, cortito y más suave que el de cualquier gato.
Con su hermosura peculiar vino a enseñarnos precisamente que la belleza es subjetiva y que a veces hay que aprender a verla.
Hoy se bebió de golpe todas las estrellas. Y aunque me entristece su partida, me duele más la tristeza de sus humanos, que eran súbditos fieles y amorosos.
Yo espero que esté en el puente del arco iris esperando a Merce... y que cuando llegue yo, se acuerde de mí y me haga alguna morisqueta. Claro que en caso contrario, la voy a agarrar a picos obligados como hice siempre con la pobre Isis, que paciente soportó mis ataques de cariño.
Adiós hermosa. Te vamos a extrañar montones.
Ojos de gata, patas de cabra. O las cosas que se me pasan a mi por la cabeza y quiero narrar
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SUNDURÍ
Ñé. Ese apodo le puso Rosalba a mi gatita. Ella no sabía maullar, solo se la pasaba "ñarriando" y hacía unos soniditos muy graciosos. Sus vocalizaciones siempre eran ñé ñé prrrrriiii mi mi.
De manto tuxedo, es decir negro con el pecho, las patas y parte de la cabeza blancos, como si tuviera un traje formal de hombre, ojos amarillos y una mancha blanca en la punta de la cola. Así era Sundurí. Su nombre significa niña hermosa y la bauticé así porque ese era el apodo que hacía unos años me había puesto un buen amigo. Siempre pensé que sería bueno para una gata.
Ella fue la primera felina con la que conviví. Llegó en un momento difícil en el que yo no lograba arraigarme, no encontraba mi hogar, así tuviera una casa donde dormir. El hijo de una conocida la había encontrado famélica, perdida, deambulando por ahí, con escasos dos meses de vida, y yo decidí darle un hogar, pero fue al revés porque la gata terminó dándome un hogar a mí. Ella llegó para obligarme a echar raíces. Ya tenía que alimentarla y atender sus necesidades, así que era necesario que me asentara en el apartamento que compartía con ella.
Por cosas de la vida tuve que entregar de afán ese apartamento y por una semana la gata fue a parar en casa de mi novio y yo donde mis tías. Pero no resultó. Mi hogar era donde estuviera ella.
Así que no volví a separarme de ella hasta que en uno de tantos ires y venires me fui a vivir a una finquita en Santa Elena, un corregimiento de Medellín a 25 minutos del casco urbano. Cuando llegamos les mostré la casa a ella y a sus dos hermanos adoptivos Kimburo y Josys. Les enseñé la puerta para gatos y los dos machos aprendieron bien, pero ella no. Al día siguiente volví del trabajo y ella no estaba. Había salido, tal vez a buscarme, o solo a curiosear y no pudo volver. Yo creo que no había entendido que esa era su nueva casa y se asustó cuando me fui, entonces quiso encontrarme.
Estuvo perdida un mes. ¡Que mes tan difícil! Lloré su ausencia cada fin de semana al ver que no volvía.
Pero volvió. Al mes de haberse perdido la vimos cerca de la casa y fuimos a buscarla. Estaba flaca y pulgosa, muerta de hambre. Se recuperó y estuvo conmigo unos meses más.
Yo estaba indecisa. Tenía el proyecto de vivir con mi novio pero sentía pánico. Significaba dejar todo lo que había logrado conseguir, ceder un pedazo de mi independencia, apostarle a la convivencia, dejar de vivir con mis gatos. No podía traerme tres seres libres, que habían disfrutado de la delicia de ser silvestres, sentir el rocío, salir a la hora que les diera la gana, comer grillos y trepar árboles, a vivir a un apartamento diminuto en un sexto piso. Pero no sabía que hacer con ellos. ¡No podía abandonarlos, entregarlos a cualquiera!.
Así que un día llegué a mi casa y ella estaba echada sobre la mesa de la sala, inmóvil. Le sobé la cabeza pero no vino a pedir comida enlatada como todas las noches. Entonces la revisé y sus pupilas estaban dilatadas, su corazón latía mucho mas rápido, su abdomen estaba distendido. Eso fue un jueves. La bajé a Medellín a un centro veterinario y el domingo se murió. Murió de muerte. Tenía un edema pulmonar pero no había causa aparente. Simplemente se fue.
Entonces entendí que Sundurí se había ido para que yo volviera a desarraigarme y volara. Para que tomara el riesgo de vivir con mi novio y emprender un proyecto de vida nuevo. Mis otros dos gatitos se fueron a vivir con mi mamá, quien con toda seguridad,
no me hubiera recibido a los tres.
Son ya tres años de haberme despedido de ñé. Mi novio la enterró junto a un arbolito de la finca. Siempre la recuerdo con alegría y gratitud por haberme obligado a echar raíces cuando lo necesitaba y luego a cortarlas cuando era lo justo. Tambien por enseñarme felinidad, sutileza y elegancia.
¡Qué buena gata fue mi niña hermosa!.
De manto tuxedo, es decir negro con el pecho, las patas y parte de la cabeza blancos, como si tuviera un traje formal de hombre, ojos amarillos y una mancha blanca en la punta de la cola. Así era Sundurí. Su nombre significa niña hermosa y la bauticé así porque ese era el apodo que hacía unos años me había puesto un buen amigo. Siempre pensé que sería bueno para una gata.
Ella fue la primera felina con la que conviví. Llegó en un momento difícil en el que yo no lograba arraigarme, no encontraba mi hogar, así tuviera una casa donde dormir. El hijo de una conocida la había encontrado famélica, perdida, deambulando por ahí, con escasos dos meses de vida, y yo decidí darle un hogar, pero fue al revés porque la gata terminó dándome un hogar a mí. Ella llegó para obligarme a echar raíces. Ya tenía que alimentarla y atender sus necesidades, así que era necesario que me asentara en el apartamento que compartía con ella.
Por cosas de la vida tuve que entregar de afán ese apartamento y por una semana la gata fue a parar en casa de mi novio y yo donde mis tías. Pero no resultó. Mi hogar era donde estuviera ella.
Así que no volví a separarme de ella hasta que en uno de tantos ires y venires me fui a vivir a una finquita en Santa Elena, un corregimiento de Medellín a 25 minutos del casco urbano. Cuando llegamos les mostré la casa a ella y a sus dos hermanos adoptivos Kimburo y Josys. Les enseñé la puerta para gatos y los dos machos aprendieron bien, pero ella no. Al día siguiente volví del trabajo y ella no estaba. Había salido, tal vez a buscarme, o solo a curiosear y no pudo volver. Yo creo que no había entendido que esa era su nueva casa y se asustó cuando me fui, entonces quiso encontrarme.
Estuvo perdida un mes. ¡Que mes tan difícil! Lloré su ausencia cada fin de semana al ver que no volvía.
Pero volvió. Al mes de haberse perdido la vimos cerca de la casa y fuimos a buscarla. Estaba flaca y pulgosa, muerta de hambre. Se recuperó y estuvo conmigo unos meses más.
Yo estaba indecisa. Tenía el proyecto de vivir con mi novio pero sentía pánico. Significaba dejar todo lo que había logrado conseguir, ceder un pedazo de mi independencia, apostarle a la convivencia, dejar de vivir con mis gatos. No podía traerme tres seres libres, que habían disfrutado de la delicia de ser silvestres, sentir el rocío, salir a la hora que les diera la gana, comer grillos y trepar árboles, a vivir a un apartamento diminuto en un sexto piso. Pero no sabía que hacer con ellos. ¡No podía abandonarlos, entregarlos a cualquiera!.
Así que un día llegué a mi casa y ella estaba echada sobre la mesa de la sala, inmóvil. Le sobé la cabeza pero no vino a pedir comida enlatada como todas las noches. Entonces la revisé y sus pupilas estaban dilatadas, su corazón latía mucho mas rápido, su abdomen estaba distendido. Eso fue un jueves. La bajé a Medellín a un centro veterinario y el domingo se murió. Murió de muerte. Tenía un edema pulmonar pero no había causa aparente. Simplemente se fue.
Entonces entendí que Sundurí se había ido para que yo volviera a desarraigarme y volara. Para que tomara el riesgo de vivir con mi novio y emprender un proyecto de vida nuevo. Mis otros dos gatitos se fueron a vivir con mi mamá, quien con toda seguridad,
no me hubiera recibido a los tres.
Son ya tres años de haberme despedido de ñé. Mi novio la enterró junto a un arbolito de la finca. Siempre la recuerdo con alegría y gratitud por haberme obligado a echar raíces cuando lo necesitaba y luego a cortarlas cuando era lo justo. Tambien por enseñarme felinidad, sutileza y elegancia.
¡Qué buena gata fue mi niña hermosa!.
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