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JACOBO

Siempre me han gustado los peluches.  Las muñecas no.
Mi primer peluche fue archibaldo el de Plaza Sésamo, porque esa fue mi primera petición al niño Dios a los tres años, acompañado de una bandera de Colombia.  Patriota desde chiquita.
Luego llegó un oso panda que trajo mi abuelo del parque de Belén en una bolsa de manila grande. Recuerdo perfectamente que se paró en la puerta con la bolsa y yo andaba, con apenas tres años, trepada en un triciclo recorriendo el inmenso territorio de mi casa.  Así llegó también Lucero la osa con su bebé osito. Después llegaron:  friz el perro salchicha, mogolla el perro cazador, perrengue el cachorro rosado y quién sabe cuantos más.

El ritual de la mañana para despertarme incluía contarme un cuento y darme el "cacao" que era milo caliente, pero dando un sorbo a cada peluche mientras se mencionaba su nombre, hasta llegar a mí. 
Recuerdo que el cuento siempre terminaba en que alguno de mis peluches, si yo no despertaba, iba a armar un atadito con sus cosas e iría al reino de Cula-cula a trabajar en un circo.  Yo era la corza veloz en los cuentos de mi abuelo y tenía que despertarme para ir rauda y veloz, rabo al viento, a rescatar a mi peluche.

Desde entonces, los peluches han sido mis amigos. Soy hija única y crecí siendo la única niña en una familia de muchos adultos, así que los amigos felpudos eran mis compañeros de juego.  Me la pasaba enseñándoles cosas y con ellos montaba obras de teatro que ensayaba y ensayaba, para luego invitar a todos los adultos de la casa a una habitación y presentar el gran estreno.  Hacía juego de luces y nuestras obras teatrales siempre tenían música. 

Claro, fuí creciendo y los juegos fueron cambiando.  Pero siempre estaban mis peluches. En la adolescencia llegó Pompilio, un elefantito gris muy bonito al que le dí una personalidad algo histriónica.  Yo me había vuelto una niña tímida y miedosa, pero pompilio era todo lo contrario, era mi alter ego.  A través del elefante expresaba muchas cosas, cantábamos, hacíamos pataletas juntos y decíamos lo que no nos gustaba.

Cuando entré a la universidad y ya casi había olvidado a mis peluches, mi prima Olga María me trajo de Canadá a Jacobo. Un dromedario de peluche con patas largas y dúctiles. Muy expresivo el muñequito.
Desde que llegó Jacobo descubrí que podía moverlo logrando muchos efectos diferentes y fue así como decidí darle también personalidad.  Al principio solo mi tía Gloria celebraba los bailes y cantos de Jacobo, pero a medida que lo iban conociendo, todos los miembros de la famila fueron hablándole al peluche.   A veces no me hablaban a mí, sino a Jacobo.   Todos los días me levantaba con Jacobo debajo del brazo y bajaba las escaleras cantando BUENOS DÍAAAAASSS  y el día empezaba como una fiesta. 

Jacobo también hizo algunas pataletas, es un tanto dramático.  Alguna vez le puse unas medias azules y se le mojaron no sé por qué, lo que causó que el resto del mundo tuviera que soportar una cantaletica dramática del pobre damnificado del invierno que sobrevivió a las inundaciones. 
Cuando trabajé en el jardín infantil "La Arboleda" le hice un uniforme como el de los alumnos.  Él daba las clases de música, no yo.  Aunque yo ayudaba un poco con la guitarra y la disciplina de los niños. 

En la universidad Jacobo tenía varios amigos. Mónica Gómez me hacía reír diciendo que el lomo de Jacobo debía oler a sobaco de Adita, porque yo siempre lo llevaba debajo del brazo.  No me alcanzo a imaginar cuantas personas habrán llegado a tildarme de loca, pero lo que sí sé es que también mis compañeros de Ingeniería Ambiental, o una buena parte de ellos, terminaron hablándole a Jacobo.

Luego hice la práctica en ISAGEN y allá fue todo un suceso.  El Gerente ambiental era amiguísimo de Jacobo, así como todo el equipo.  Tanto, que un día tuvieron que pedirme que no lo llevara a los grupos primarios porque se volvía el centro de atención y le robaba protagonismo al jefe y a los temas de discusión.
En una visita a la central San Carlos me lo secuestraron.  Sólo apareció cuando el secuestrador vio que yo no iba a subirme al helicóptero escoltado, en el que iban a evacuarnos de emergencia por una amenaza de intrusión de la guerrilla, sin mi peluche.  El secuestrador, Jacobo y yo, eramos los únicos rezagados para abordar el último M.I. de evacuación de la central.

En ARP SURA Jacobo se hizo amiguísimo de la Gerente Técnica Nacional, que todavía pregunta por él y le manda saludos, y por supuesto del monstruo comegalletas y Enrique, que están siempre en la oficina del director de operaciones de la compañía.

Gracias a Jacobo he seguido siendo niña después de los diez, de los quince, de los veinte, de los treinta años cumplidos, y me enorgullezco. Estoy convencida de que él existe porque crecí entre los cantos y cuentos de mi familia, las obras del teatro infantil bambalinas y los títeres de La Fanfarria Medellín.  Y su éxito rotundo, su capacidad de conquistar diferentes públicos a pesar de la pendejada de la edad adulta, se debe a que él es un pedazo de mí posiblemente mas honesto que yo misma.

Ha estado mas bien ausente los últimos años.  El único motivo para eso es que uno tiene períodos de estupidez en los que se le olvida ser niño.  Pero estoy en la tarea de recuperar la magia de Jacobo.  Así que este video es un intento por traer a Jacobo de vuelta y con él mi capacidad de ser niña, que ha sido siempre una de mis mejores cualidades.   La canción es Rie Chinito de Perota Chingó, un dúo argentino que me encanta, y la grabé como regalo para mis cuatro mamás que son las fans número uno de Jacobo Posada.





CORTA DESPEDIDA PARA ISIS

Isis llegó como un regalo.  De una raza poco común en Medellín, su apariencia fue motivo de opiniones divididas. En mi caso fue amor a primera vista.  Desde que la conocí me dio la impresión de que era la gata mas gata de todas las gatas.  Era la viva representación de la felinidad.
No, no era mía.. o mas bien, yo no era su humana. Pero yo moría de amor al verla y amenazaba con robármela al primer descuido de sus humanos. Por supuesto, era puro cuento. ¡Ella era tan feliz entre sus súbditos bípedos!.  Además tenía en su corte a varios gatos y perros.
Muchos la llamaron fea.  Preguntaban cosas como ¿Y si se va a curar la gatica?  ¿Que le pasó?  ¿Pero le vuelve a crecer el pelo?.  De cariño la llamábamos "lo que quedó del incendio".  Era una gata Cornish Rex y por eso tenía el pelo rizado, cortito y más suave que el de cualquier gato.
Con su hermosura peculiar vino a enseñarnos precisamente que la belleza es subjetiva y que a veces hay que aprender a verla.
Hoy se bebió de golpe todas las estrellas.  Y  aunque me entristece su partida, me duele más la tristeza de sus humanos, que eran súbditos fieles y amorosos.
Yo espero que esté en el puente del arco iris esperando a Merce... y que cuando llegue yo, se acuerde de mí y me haga alguna morisqueta.  Claro que en caso contrario, la voy a agarrar a picos obligados como hice siempre con la pobre Isis, que paciente soportó mis ataques de cariño.


Adiós hermosa.  Te vamos a extrañar montones.

SUNDURÍ

Ñé.  Ese apodo le puso Rosalba a mi gatita.  Ella no sabía maullar, solo se la pasaba "ñarriando" y hacía unos soniditos muy graciosos.  Sus vocalizaciones siempre eran ñé ñé prrrrriiii mi mi.
De manto tuxedo, es decir negro con el pecho, las patas y parte de la cabeza blancos, como si tuviera un traje formal de hombre, ojos amarillos y una mancha blanca en la punta de la cola. Así era Sundurí.  Su nombre significa niña hermosa y la bauticé así porque ese era el apodo que hacía unos años me había puesto un buen amigo.  Siempre pensé que sería bueno para una gata.

Ella fue la primera felina con la que conviví.  Llegó en un momento difícil en el que yo no lograba arraigarme, no encontraba mi hogar, así tuviera una casa donde dormir. El hijo de una conocida la había encontrado famélica, perdida, deambulando por ahí, con escasos dos meses de vida, y yo decidí darle un hogar, pero fue al revés porque la gata terminó dándome un hogar a mí. Ella llegó para obligarme a echar raíces.  Ya tenía que alimentarla y atender sus necesidades, así que era necesario que me asentara en el apartamento que compartía con ella.

Por cosas de la vida tuve que entregar de afán ese apartamento y por una semana la gata fue a parar en casa de mi novio y yo donde mis tías.  Pero no resultó.  Mi hogar era donde estuviera ella.
Así que no volví a separarme de ella hasta que en uno de tantos ires y venires me fui a vivir a una finquita en Santa Elena, un corregimiento de Medellín a 25 minutos del casco urbano.  Cuando llegamos les mostré la casa a ella y a sus dos hermanos adoptivos Kimburo y Josys.  Les enseñé la puerta para gatos y los dos machos aprendieron bien, pero ella no.  Al día siguiente volví del trabajo y ella no estaba.  Había salido, tal vez a buscarme, o solo a curiosear y no pudo volver.  Yo creo que no había entendido que esa era su nueva casa y se asustó cuando me fui, entonces quiso encontrarme.
Estuvo perdida un mes.  ¡Que mes tan difícil! Lloré su ausencia cada fin de semana al ver que no volvía.

Pero volvió. Al mes de haberse perdido la vimos cerca de la casa y fuimos a buscarla.  Estaba flaca y pulgosa, muerta de hambre. Se recuperó y estuvo conmigo unos meses más.

Yo estaba indecisa. Tenía el proyecto de vivir con mi novio pero sentía pánico.  Significaba dejar todo lo que había logrado conseguir, ceder un pedazo de mi independencia, apostarle a la convivencia, dejar de vivir con mis gatos. No podía traerme tres seres libres, que habían disfrutado de la delicia de ser silvestres, sentir el rocío, salir a la hora que les diera la gana, comer grillos y trepar árboles, a vivir a un apartamento diminuto en un sexto piso. Pero no sabía que hacer con ellos. ¡No podía abandonarlos, entregarlos a cualquiera!.

Así que un día llegué a mi casa y ella estaba echada sobre la mesa de la sala, inmóvil.  Le sobé la cabeza pero no vino a pedir comida enlatada como todas las noches.  Entonces la revisé y sus pupilas estaban dilatadas, su corazón latía mucho mas rápido, su abdomen estaba distendido.  Eso fue un jueves.  La bajé a Medellín a un centro veterinario y el domingo se murió.   Murió de muerte.  Tenía un edema pulmonar pero no había causa aparente.  Simplemente se fue.

Entonces entendí que Sundurí se había ido para que yo volviera a desarraigarme y volara.  Para que tomara el riesgo de vivir con mi novio y emprender un proyecto de vida nuevo. Mis otros dos gatitos se fueron a vivir con mi mamá, quien con toda seguridad,
no me hubiera recibido a los tres.

Son ya tres años de haberme despedido de ñé.  Mi novio la enterró junto a un arbolito de la finca.  Siempre la recuerdo con alegría y gratitud por haberme obligado a echar raíces cuando lo necesitaba y luego a cortarlas cuando era lo justo.  Tambien por enseñarme felinidad, sutileza y elegancia.

¡Qué buena gata fue mi niña hermosa!.